sábado, 18 de mayo de 2013

Enigma de humo


Desde hace unos días, el cigarro es mi vicio. Se ha convertido en una sustancia que no puedo dejar. Mi cuerpo necesita tabaco para funcionar. Y hasta a veces he pensado que este también me necesita. Hemos llegado a ser los mejores amigos. Hasta puedo decir que es mi amigo más placentero. Lo recibo en cualquier momento que toque mi puerta.
Saco de la cajetilla un puro. Lo agarro, lo sostengo entre mis dedos: índice y anular –Debo decir que hasta cuando lo rozan mis dedos, me es placentero-. Luego saco el encendedor de mi bolso. Lo prendo, y con esto empieza otra mágica sesión. Aspiro el humo lentamente. Lo saco con un ritmo igual. El ambiente se llena de un aroma delicioso -¡mm!, mi favorito- Mi satisfacción aumenta. Y mi conciencia disminuye. Pierdo el control. Cada que se acaba uno, hay otro. Una eterna sesión que va pasando a un sueño; pero no me canso. Sigue siendo mi colega más estimado.
Pienso por horas. El habano me hace pensar mejor. Claro que los peligros a los que soy candidata, rondan también por mi cabeza. Tal vez pronto llegue un cáncer en casi cualquier parte de mi cuerpo, puede que sólo se echen a perder mis dientes o que muera atropellada. A lo mejor, nada de esto pasa; pero eso no me importa. El peligro es lo que menos me interesa.
El reloj indica que son las cinco de la mañana. Mi organismo trata de traicionarme. Quiere que caiga rendida; aunque me niego a hacer esto posible. Llega el momento en que ya no aguanto más. Los párpados se cierran porque ya no resisten estar abiertos. La situación se distorsiona. Es confusa. No sé si sueño, vivo o muero.

Catástrofes de la nación


Vivía con mis padres en ese tiempo,  jamás pensé en el porvenir. Jamás pensé en presenciar el desastre venidero: comenzó a temblar. El pánico de ese momento me tenía congelada. Sentía miedo. No hice nada. Las cosas caían sin control: moblajes y adornos; más tarde las paredes. El miedo crecía, y con este llegaban escalofríos por toda mi corporación; mis manos empapadas como siempre en momentos nerviosos. No resistí el llanto.
Sin imaginar en hacer otra cosa, intenté correr. Logré meterme bajo la incomparable mesa en provechoso estado. De pronto, caí al sentir un dolor insoportable. Evoco los sonidos del camión de bomberos y transportes médicos en las cercanías.
La tarde del 10 de marzo de 1998, desperté en el hospital después de haber salido de la propiedad hecha pedazos. No me termina de convencer el ser sobreviviente de este desastre. No tengo certeza de lo mejor: haber fallecido o vivir con las despreciables calcinadas en casi todo mi organismo. También por la devastadora noticia de mis padres, ahora extintos.
Los acontecimientos hacían destacar al sentimiento de desesperación. Dentro de mí había inmensas ganas de tirar todo artefacto y salir de donde estaba. En el exterior podía morir por necesidades, o bien agrandar la aflicción. Todo el planeta al carajo, ya nada tiene sentido, nada importa.

Lágrimas 1990-1995


Las brumas de la melancolía tardan en disiparse. Se invierten varias sensaciones. Las lágrimas acuden sin avisar, cálidas y largas, imposibles de detener. Me invade una tristeza que va creciendo sin que -por más que lo intente- pueda parar.
Guardo mis lágrimas en tarros. La estantería se ha llenado de estos. La hay desde 1990 hasta 1995. Las guardo porque me reconforta beberlas. Cuando estoy en el extremo de una pena, lo hago: bebo mis lágrimas como una alcohólica toma las botellas que cree necesarias para su adicción.
Se vuelve como una cadena, ya que a veces el deseo de beber, incita a producir mucho llanto. Es una antojo cotidiano de querer volver a beber esa agua salada que hace retroceder el reloj en mi memoria. Recordar es una de las razones principales. Bebo cuando quiero ver escenas archivadas. Me gusta dar una crítica como si acabara de ver una película. Luego, satisfecha de los consejos críticos de la “filmación”, me recuesto. Me acurruco entre las sábanas que pronto me acogen en un letargo largo.