Desde hace
unos días, el cigarro es mi vicio. Se ha convertido en una sustancia que no
puedo dejar. Mi cuerpo necesita tabaco para funcionar. Y hasta a veces he
pensado que este también me necesita. Hemos llegado a ser los mejores amigos. Hasta
puedo decir que es mi amigo más placentero. Lo recibo en cualquier momento que
toque mi puerta.
Saco de la
cajetilla un puro. Lo agarro, lo sostengo entre mis dedos: índice y anular
–Debo decir que hasta cuando lo rozan mis dedos, me es placentero-. Luego saco
el encendedor de mi bolso. Lo prendo, y con esto empieza otra mágica sesión.
Aspiro el humo lentamente. Lo saco con un ritmo igual. El ambiente se llena de
un aroma delicioso -¡mm!, mi favorito- Mi satisfacción aumenta. Y mi conciencia
disminuye. Pierdo el control. Cada que se acaba uno, hay otro. Una eterna
sesión que va pasando a un sueño; pero no me canso. Sigue siendo mi colega más
estimado.
Pienso por
horas. El habano me hace pensar mejor. Claro que los peligros a los que soy
candidata, rondan también por mi cabeza. Tal vez pronto llegue un cáncer en
casi cualquier parte de mi cuerpo, puede que sólo se echen a perder mis dientes
o que muera atropellada. A lo mejor, nada de esto pasa; pero eso no me importa.
El peligro es lo que menos me interesa.
El reloj
indica que son las cinco de la mañana. Mi organismo trata de traicionarme.
Quiere que caiga rendida; aunque me niego a hacer esto posible. Llega el
momento en que ya no aguanto más. Los párpados se cierran porque ya no resisten
estar abiertos. La situación se distorsiona. Es confusa. No sé si sueño, vivo o
muero.