Vivía con mis
padres en ese tiempo, jamás pensé en el
porvenir. Jamás pensé en presenciar el desastre venidero: comenzó a temblar. El
pánico de ese momento me tenía congelada. Sentía miedo. No hice nada. Las cosas
caían sin control: moblajes y adornos; más tarde las paredes. El miedo crecía,
y con este llegaban escalofríos por toda mi corporación; mis manos empapadas
como siempre en momentos nerviosos. No resistí el llanto.
Sin imaginar
en hacer otra cosa, intenté correr. Logré meterme bajo la incomparable mesa en
provechoso estado. De pronto, caí al sentir un dolor insoportable. Evoco los
sonidos del camión de bomberos y transportes médicos en las cercanías.
La tarde del
10 de marzo de 1998, desperté en el hospital después de haber salido de la
propiedad hecha pedazos. No me termina de convencer el ser sobreviviente de
este desastre. No tengo certeza de lo mejor: haber fallecido o vivir con las
despreciables calcinadas en casi todo mi organismo. También por la devastadora
noticia de mis padres, ahora extintos.
Los
acontecimientos hacían destacar al sentimiento de desesperación. Dentro de mí
había inmensas ganas de tirar todo artefacto y salir de donde estaba. En el
exterior podía morir por necesidades, o bien agrandar la aflicción. Todo el
planeta al carajo, ya nada tiene sentido, nada importa.
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